lunes, 20 de julio de 2015

Del mar no se vuelve igual


En un acto de reconciliación con éste blog, llegó el turno de escribir por primera vez en este año. 

Siempre he querido comprender el por qué de mi amor obsesivo al mar. Al fin y al cabo, no soy costeña, tampoco soy de familia costeña, de chiquita el mar me robó los zapatos en una playa de Tolú y ya con más edad una pandilla de aguamalas me enloquecieron en Cartagena. Pero aún así lo amo, como si lo llevara en la sangre. No hay sensación más deliciosa que sentir el olor del mar, sentir el viento proveniente del mar, sentir el agua del mar en los pies, y tranquilizar la mente con su sonido. Del mar nunca se regresa igual.

Mira como éste personaje. 

A los ojos humanos, en la superficie, es tan sólo azul. Una gran masa de agua salada azul. Tan celoso es el mar con el humano, que no podemos ver qué hay dentro de él a simple vista sin que los ojos no queden ardientemente rojos. Hacen falta un par de gafas, un tanque de oxigeno, unas aletas y quizas un traje especial para comprender que, dentro del mar, hay todo un universo desconocido, diferente, colorido, lleno de tiernos animalitos y también de temibles especies. Así, conocer el mar es casi como conocer a una persona. Cada uno somos un universo tan diferente, tan simple y tan complejo al mismo tiempo... nos conformamos con ver el "azul" de las personas, sin darles realmente una oportunidad, porque hacerlo implica quitarse la ropa de la superficie, ponerse un traje especial, gafas, aletas, mojarse y enfrentar el miedo de entrar a una zona en que se necesita un tanque de oxigeno para respirar y sobrevivir en la aventura. Y la aventura puede dar como resultado conocer tesoros naturales de incalculable valor, invisibles al ojo común, con la mínima probabilidad de encontrar un tiburón (que asesina menos humanos al año que el mismo humano). Hoy por hoy, es más la excepción que la regla que nos pongamos la trusa para conocer a alguien, de pensar en toda la molestia que hay que recorrer, de pensar que se safe una aleta, de pensar que se acabe el oxigeno, de pensar que está lleno de pirañas (sí, sí, las pirañas son de río). 

El mar es de los pocos escenarios naturales que aún tienen la capacidad de recordarnos que tan sólo somos seres humanos en la tierra, ni más ni menos que eso. Hace poco, le escuché decir a un hombre bastante drogado que "el mar se traga a las personas". En medio de su traba, pensé que el tipo tenía bastante razón. Si bien no se traga a las personas ahora mismo, con el daño ambiental actual tan grave en unos años se las estará tragando indudablemente, Pero no voy al drama ahora mismo, sino a ésta niña.

Niña bañandose en el mar tranquila. Edad cercana a la que tenía cuando el mar me robó los zapatos.

El flotador me lleva a pensar que era una de sus primeras veces en el mar. Amé la actitud de la niña, que sin pensarlo dos veces corrió al agua, se mojó, jugó con la arena y, sin tomarse prisas, se quedó sentada allí un buen rato, sin pensar demasiado en que el mar se la pudiera tragar de forma maliciosa.

Es cierto que la edad nos enseña precisamente a perder la ingenuidad que caracteriza la infancia. ¿Qué pasaría si, nosotros adultos, nos sentamos al lado de la niña? ¿Así sea con flotador, o con un tanque de oxigeno si es necesario? ¿Qué pasa si decidimos no conformarnos con el "azul"? ¿Qué pasa si le perdemos miedo a que el mar nos trague? Admiro la capacidad de los niños de sorprenderse con nada y su hambre insaciable de conocer hasta por qué Bob Esponja tiene nariz si vive debajo del mar. Es una fuente de felicidad que los adultos, tengamos los años que tengamos, no deberíamos perder del todo: nos basta con la vida misma para los problemas.

Como dije arriba, del mar nunca se vuelve igual, y se lo agradezco. Por eso lo amo tanto. Porque de los amores irracionales tampoco se vuelve igual.




sábado, 27 de diciembre de 2014

Antologia de un año que se acaba

Cada 30 o 31 de Diciembre, desde que tengo unos diecisiete años, escribo una pequeña lista con doce objetivos a cumplir en el año que entra. De ese modo, el 30 o 31 de Diciembre siguiente reviso cuáles de esos objetivos finalmente sí se cumplieron y cuáles no, y de nuevo realizo una nueva pequeña lista con doce objetivos para el siguiente año. La cosa es cíclica, pues, desde ese entonces. El origen de este pequeño ritual, dicho sea de paso, se basa en no pensar ni inventar objetivos mientras intento comerme (sin ahogarme en el intento) doce uvas a la velocidad de las campanas del Apocalipsis de Radio Melodía, tal cual reza la tradición de Año Nuevo en Colombia.

Eso me trae al día de hoy 27 de Diciembre de 2014: día en que, con algo de anticipación, revisé qué se hizo y qué no se hizo en este año que pronto se acaba.  Pues resulta que, de esa lista, solamente dos se realizaron a cabalidad completa. Y en años anteriores, también se me han quedado objetivos en remojo, algunos siguen siendo sueños por cumplir. Pero en el ejercicio de éste balance, caí en cuenta por primera vez que el éxito o fracaso de un año de vida jamás podría medirse en la cantidad de chulitos o equis al lado de cada uno de los objetivos. Y les diré por qué.

El 2014 comenzó con un viaje que despertó mi lado más explorador, un viaje que despertó mi lado más caminante. Soy de las personas que considera que los viajes enseñan más que una institución educativa, y éste viaje me enseñó a respetar la perfección del silencio y de la naturaleza en sí, a apreciar la pureza del aire y el sonido del agua corriendo en un río. Conocí una nueva parte de mi país, y no precisamente la más turística. Grandes placeres para alguien que vive en el Distrito Capital el resto del año, y que no toma muy seguido jugo de arazá.

El 2014 comenzó con el deseo de descanso de quien tuvo un Diciembre demasiado agotador a nivel laboral, pero sabía que tenía que conseguir un nuevo trabajo porque… bueno, hay que trabajar, mantenerse, hacer experiencia laboral, ahorrar, gastar, y todas esas cosa que exige el mundo del joven adulto en la ciudad. El trabajo llegó en el momento en que menos tenía afán por conseguirlo, pero éste año me sorprendió con la grata sorpresa de encontrar un trabajo que me gusta, en un tema que me gusta y que necesita más gente: el sector marítimo. Un año a nivel laboral muy interesante.

El 2014 comenzó a sabiendas de que debía cerrar sí o sí un ciclo académico pendiente: la maestría. La tesis que se requería como último (y más alto) escalón para el grado terminó siendo un reto más de fortaleza mental y de disciplina, que de fortaleza académica. Porque sí, durante el tiempo que cursé la maestría y realizaba la tesis, fueron el cansancio y la añoranza de tener tiempo libre los que se apoderaron de mi estado de ánimo. Por eso, una gran satisfacción de este año ocurrió una lluviosa tarde de Septiembre, en que finalmente supe que me graduaría después de dos años previos bastante complicados de estudio, trabajo, y dominación de la propia tranquilidad.

Fue un año de risas, de lágrimas, de baile, de muchas horas de estudio, de reuniones con amigos, de periodos de fuerte soledad, de madrugadas al teléfono, de amaneceres sabor a café, del mejor mundial de futbol que se pueda disfrutar, de introspección, de creer, de lecturas y escrituras, de impotencia, de fotos, de reconciliación, de almuerzos risueños, de cuestionamientos éticos, de largas y cortas conversaciones, de cercanías en medio de la distancia, de unión, de aprendizajes cotidianos, de más atracos que en el resto de mi vida, de confrontación profesional, de maduración, de caminatas, de escapadas en búsqueda de silencio, de luchar hasta las últimas instancias, de valoración de los pequeños privilegios, de atesoramiento de grandes instantes y de reconocimiento de que no hay mayor perfección que la que hay en la naturaleza y que por ende le debemos todo el respeto posible.

Sobre todo, fue un año de agradecimiento profundo con el pasado. El 2014 fue el año de transición que creía que sería desde el comienzo, no sólo a situaciones a nivel personal sino a situaciones que se salen de mi control y que por ende debo aceptar. Sí: la lista de propósitos para el 2014 sólo tiene dos chulitos de objetivos cumplidos, pero no por eso dejaré de considerar que, a pesar de todo, fue un año de fuertes aprendizajes que siempre, pero siempre, son ganancia en el camino que es la vida. La premisa para el 2015, lo diré desde ya, es salir del todo de la zona de confort. Y hacer la lista de doce propósitos para el año que entra, porque no me quiero atorar con doce uvas en la boca la noche del 31.

¡Feliz año!


Adriana

sábado, 13 de diciembre de 2014

La elección entre Tener o Ser

A los pocos días de cumplir los dieciocho años, finalicé el primer año de mis estudios en economía, no sin cierto malestar vocacional que me acompañó durante el receso de fin de año de hace – ¡Cómo pasa el tiempo! – siete años. Fueron un par de meses de bastantes cambios en mi manera de pensar. En primer lugar, porque ésta fue la famosa navidad de La Historia del Pescado que, sin entrar en muchos detalles, me arrastró a la vida vegetariana. Y en segundo lugar, porque decidí abrir las páginas de un libro que desde hacía rato quería leer: Tener o Ser, de Erich Fromm. Era el mes de Enero cuando eso sucedió.

Recuerdo muy bien que esa noche – sí, fue en la noche – leí el primer capítulo del libro de manera obsesiva. Recuerdo cerrarlo, e inmediatamente después, haber comenzado a escribir sin mucho orden todos los pensamientos en mi cabeza. Recuerdo flechas, letras desiguales, y por lo menos dos horas en este ejercicio en que se me fueron bastantes páginas de cuaderno. Pero lo que más recuerdo, es que era la medianoche pasada y no podía controlar el temblor de mi cuerpo, del pánico que sentí por el mundo, por el futuro. Y no lo pude controlar en lo que quedaba de noche. Pocas veces en mi vida he sentido tanto susto.

Fueron días de crisis existencial, de un fuerte sentimiento de desolación por todo lo que sucede en el mundo: hambre, pobreza, destrucción ambiental, pero sobre todo me perturbaba el tema de vivir en una sociedad hedonista mas no feliz. Es decir, ¿Me estaba diciendo Fromm que me encontraba viviendo en un sistema social diseñado en una especie de círculo vicioso de felicidad ilusoria pero de insatisfacciones permanentes? ¿Me estaba diciendo Fromm que el mundo esta(ba) condenado a la destrucción solo por un afán de lucro usado como combustible del sistema social diseñado en una especie de circulo vicioso? El malestar vocacional creció, pero con esas preguntas en mi cabeza me fui de viaje de manera casi sorpresiva.

Mi relación con el mar es bastante bonita. Le tengo un profundo amor y respeto. Fue el mar el catalizador de éstas preocupaciones y, por unos días, me hizo sentir que la sencillez de la naturaleza es más poderosa que cualquier preocupación humana. Y el mar no me dio una respuesta, pero sí me dio la calma para comenzar a desatar la angustia que sentía por el mundo, por el futuro, y por mi carrera.  El fin del malestar vocacional llegaría debido a los eventos ocurridos a lo largo de ese año, y surgidos a raíz de una llamada que recibí el último día de esas vacaciones.

Y claro que la economía tiene una respuesta a esas preguntas. Bueno, en realidad tiene muchas respuestas a esas preguntas, dependiendo de la teoría que se use. Pero en el ejercicio reciente de mi profesión – irónicamente relacionado al mar – el sentimiento de desolación por el mundo y el futuro va in crescendo de nuevo. Hace pocos días, le expresaba con angustia a uno de mis compañeros de oficina que la idea de tener hijos me aterra. Pero no, no es debido a la idea de ser madre. Lo que me asusta es el mundo en el que esta hipotética criatura va a vivir. Ni el más optimista de los escenarios prospectivos que debo leer logra proyectar un futuro amable para cualquier ser viviente en la Tierra.

Fromm diría que un estilo de vida basado en el ser y no en el tener es un paradigma que, no sólo nos conllevaría como sociedad a tomar decisiones más conscientes en el uso de los recursos de la Tierra, sino que también resignificaría la razón de ser de cada ser humano, ya no en búsqueda del placer sino de la felicidad. Desde luego, esta reflexión escapa al desempeño de cualquier rama profesional, y le da la debida importancia a las elecciones individuales de cada ser humano.

Mi opinión personal es que somos los economistas unos de los principales responsables de garantizar un futuro vivible. A temor de contradecir todo lo estudiado hasta el momento, considero que el modelo de producción actual es insostenible en el largo plazo, incluso en el mediano plazo. Es más, el peso de las externalidades negativas del sistema de producción actual en la calidad de vida humana es innegable. La verdad es que no tengo regresiones econométricas a la mano que soporten mi afirmación, pero sí considero que a la ciencia económica le sobra rigurosidad técnica y le falta rigurosidad ética para garantizar un futuro sostenible. Este pensamiento fue el fin de mi malestar vocacional.

Me gustaría saber qué diría Fromm al respecto, y respecto al mundo actual.

Adriana.



    

jueves, 4 de diciembre de 2014

La paradoja de una vida construida en Whatsapp

La experiencia que tuve hoy en mi oficina en horas de la tarde fue la gota que rebosó el vaso. Es más, no fui yo la primera en darse cuenta de la patética escena: ocho personas de una misma oficina mueren de risa, cada una al frente de sus celulares. Los ocho conversábamos entre sí en un grupo de whatsapp, pero ninguno nos mirábamos a los ojos. Fue una de nosotros quien dijo “Miren a qué hemos llegado”. Peor aún fue que ninguno de nosotros soltó el celular, y mantuvimos la conversación como si nadie hubiera pronunciado palabra.

Hoy mismo, unas horas antes. Un colega me pregunta por una opinión sobre un artículo, y en mi mente tengo toda una idea construida que se hace muy difícil de plasmar en un chat. Y efectivamente no la logro plasmar del todo. Pero el chat nos da la facilidad del multitasking (entiéndase hacer mil cosas más mientras hablo con alguien a medias), y la opción preferida por todos es el “después hablamos con calma”. Y así fue, después hablaremos. Supongo. Todos sabemos que ese “después” en realidad es “nunca”.

Este año, varios días antes. La sensación de malentendido que me invadía con una de las personas más allegadas a mí era insostenible. La sensación de que era urgente una verdadera conversación. Sin embargo, una de las emociones que más fácil se puede esconder por Whatsapp es el orgullo, y eso fue lo que pasó. Por muchos días, fueron conversaciones a medias por un insulso Whatsapp, siempre evadiendo el verdadero meollo de la conversación. Pero lo bizarro fue que por uno de los mismos insulsos Whatsapp salieron todos los trapitos al sol, y el problema se pudo resolver.

Siglo XXI, hace ya un poco más de un año. Whatsapp me permitió conocer vía escrita a una de las personas que más quise en mi vida. En esa ocasión, me dio la falsa creencia de tenerlo todo. Increíblemente, eso me bastaba en ese entonces, aunque sabía que no duraría para siempre. Pero en últimas, no tenía nada de lo verdaderamente esencial, de lo realmente necesario, y aceptarlo fue un aterrizaje forzado en tierra pedregosa. Precisamente, fue la misma lejanía del Whatsapp el perfecto corrector de un mundo de emociones que se enterraron en la cotidianidad de las letras.

Aterrador todo. Ese es el único pensamiento que logro tener después de reflexionarlo un poco.

Whatsapp ha sido la herramienta más irónica de mi vida. Bueno, los chats en general. Ha sido creador de malentendidos, de amistades, de confabulaciones. Pero al final no tienes nada, ni de lo bueno ni de lo malo. Nadie oye tu risa a menos que escribas “jajaja”. No sientes el abrazo que tanto añoras cuando te escriben “un abrazo”. Si te insultan, ni te desgastas en tomarlo en serio. Nadie comprende las emociones detrás de las letras que escribes excepto tú mismo. Se crea una falsa sensación de empatía con el otro, y te da la oportunidad de ser quien quieras ser, indistintamente de si eso corresponde a la realidad o no. De refugiar las propias inseguridades en letras vacías de emoción.

Al menos a mí, la sensación de frustración me sobrepasa hoy. La sensación de frustración derivada de que no solamente los demás, sino también yo misma, perdimos el interés en las relaciones personales de tú a tú, y  nos refugiamos en el ensimismamiento del ícono verde y blanco con un teléfono dibujado. Me permea el sentimiento de impotencia, de abrir los ojos y notar que la soledad está más presente que nunca en nuestras vidas. Pero no hablo de la soledad en el sentido físico, sino del tipo de soledad en que deseas hablar con alguien para desahogarte y lo que tienes es un listado de personas, pero no a alguien.

De repente recuerdo la película Wall-e, en aquella escena aterradora pero increíblemente visionaria, en que todos los gordos seres humanos sobrevivientes del contaminado planeta tierra son incapaces de pararse de una silla voladora y coordinan sus vidas a través de la pantalla que tienen al frente suyo. Me niego a vivir en el mundo creado por Pixar en la película Wall-e. Pero qué triste es admitir que no estamos demasiado lejos de esa realidad.


Adriana.

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sábado, 25 de octubre de 2014

Pensamientos de un regreso a casa

Eran las 9 de la noche. Una de las tantas noches agotadoras que cargaba a sus espaldas desde hacia meses. Una noche como cualquiera de las anteriores, en que el sencillo deseo de llegar a casa, comer algo y recostarse en cama se apoderaba de su mente. Mientras una ciudad afuera del bus rojo se debatía entre el mejor plan para pasar el viernes en la noche junto a amigos, familia y pareja, ella solo quería abandonar ese bus en su estación. Su estación.

No deseaba el ruido, pero quería hablar. Sus bostezos eran continuos e irreprimibles. Pensaba en que debía ir con cuidado, porque no quería que la robaran. Pensaba en los meses que aun le quedaban por delante: las madrugadas de pijama, cafeína y estudio, las mañanas y tardes de mucha cafeína frente a un computador, los atardeceres de intolerancia de una ciudad cansada y camino a casa, las noches agotadoras de lectura y lentes, los fines de semana de biblioteca. Aun quedaban meses para que eso acabara, y en ese momento creyó que no lo soportaría. Quería su tiempo de regreso.

Pero aun inmersa en ese universo de pensamientos, lo vio. En medio de una avenida en movimiento, bajo un semáforo que recién cambiaba a verde, un señor delgado y cansado lloraba con amargura. Lloraba arrodillado, con incredulidad. Lloraba mientras sostenía una bandeja roja que veinte segundos antes cargaba varios vasos desechables, todos rellenos con arroz con leche. Lloraba al lado de la enorme masa blanca que quedó esparcida sobre la avenida. Lloraba mientras los indiferentes automóviles pasaban rápido por su lado, cuidando de no detenerse.

Allá, afuera del bus rojo, había otra fracción de la ciudad que no se debatía por una buena fiesta, una buena conversación o un buen arrunche. Se acabaron en su cabeza de inmediato los pensamientos de autoabatimiento, para para pasar a observar a la gente que tenía a su lado. Celulares, musica, miradas perdidas, pocas conversaciones habladas, muchas conversaciones de letras, abrigos, bufandas, bostezos. Gente cansada que solo quería llegar a su destino. "Y si las puertas de este bus se abrieran acá, te bajarías a ayudarlo?". Su respuesta mental la aterró.

El bus se mueve de nuevo, y el señor se pierde de vista. Ella lo vio, pero el no la vio a ella. Eso fue todo lo que se pudieron conocer: ese instante de empatía anónima e imprevista. Ese instante en que los pequeños privilegios cotidianos adquieren un carácter mal agradecido.  Ese instante de infracturables barreras sociales construidas de indiferencia.

El bus se mueve un rato, hasta que ella llega a la estación, su estación. Camina. Escucha musica. Se permite sentir el frío en sus mejillas. Lleva al señor delgado y cansado en su cabeza. Sus ojos miran al suelo del puente y no al horizonte de la avenida como suele hacer en tiempos de mayor optimismo. Camina. Observa la calle, y cruza al no ver carros. Camina. Observa a su alrededor, no ve a nadie, y abre la puerta de su casa con mayor confianza. Bosteza. Descarga la maleta. No hay nadie en casa. Come algo, lo primero que encuentra. Sube a su cuarto, se coloca su pijama y entra a su cama. Silencio. Piensa de nuevo en la escena del arroz con leche. Se comenta en voz alta, con la plena confianza de que nadie la esta escuchando:

"La perfección es demasiado arrogante".

Adriana

sábado, 4 de octubre de 2014

Historias de un cementerio

Recuerdo muy claramente el día del entierro de mi abuelo, con escasos seis años de edad. Observaba los hechos a la altura de la cintura de la mayoría de personas presentes allí, alrededor de unas escaleras de madera, por medio del cual entraban el ataúd de mi abuelo a una bóveda. Observaba los hechos con la curiosidad de quien entiende que nunca más verá a su abuelo, pero que igualmente entiende que allí era donde debía estar, y que allí estaría de ahora en adelante. De quien entiende que la muerte le duele más a quienes quedan en vida.

Después, pero aún de niña, cuando íbamos a visitar su tumba, mi costumbre era imaginar el tipo de experiencias que podría haber compartido con mi abuelo, si aún hubiera estado con vida. No era un pensamiento nostálgico, todo lo contrario: era un pensamiento lleno de curiosidad. Para ese entonces, las tumbas de soldados caídos por el conflicto armado empezaron a proliferar en el cementerio. Eran las más fáciles de reconocer, porque siempre tenían la foto tipo documento de un joven uniformado en el centro, y porque siempre permanecían con flores frescas. Con el paso del tiempo, también empecé a visitarlos a ellos. Duraba mucho tiempo observando sus fotos, en un ejercicio de lenta comprensión del por qué esos rostros tan jóvenes ya se encontraban enterrados, del por qué sus epitafios decían “recuerdo de tus padres y hermanos”, y no decían “recuerdo de tus hijos y nietos”.  Pero no imaginaba sus muertes, en realidad imaginaba sus vidas.


El Cementerio Municipal nunca dejará de ser mi sitio favorito de Gachetá, población que está cada vez más rezagado en el olvido y en la ignorancia misma de su existencia, pero que se encuentra a dos demoradas horas al oriente de Bogotá. Pero el cementerio es mucho más amplio que las bóvedas en que se encontraba mi abuelo y los soldados. Es más, la imponencia del cementerio de Gachetá está desde su entrada, y la famosa roca en que se encontraba enterrada una niña de nombre inglés, tumba que databa de la década de 1930. Algunos pasos después, a mano izquierda, se ubica la que (en mi concepto) es la zona más majestuosa del cementerio: un pequeño enclave rocoso lleno de bóvedas construidas de forma muy irregular, de escaleras llenas de musgo surgidas a partir de la misma roca, y con un Jesucristo en medio del enclave. Imponente, y una vez adentro, un poco intimidante. Allí se encuentran los muertos más antiguos del cementerio, entre ellos, el bisabuelo que nunca conocí.


A tres minutos de caminata desde el enclave, está la pequeña capilla que demilita el centro del cementerio en cuatro zonas. Cuatro pequeños potreros sobrepoblados de muertos, de cruces erigidas sin ley ni orden. Detrás de la capilla, y caminando hacia la derecha, el pino alto y muy delgado indica la tumba de mi abuela, enterrada allí una tarde muy soleada del febrero de mis quince años. Un día en que de nuevo comprendí que la muerte le duele más a los vivos. Desde allí, se ve el pueblo y las montañas que lo bordean, se escucha el río que da el nombre al pueblo, se hace claro el olor a tierra húmeda del cementerio. Y es inevitable pensar: “todos quienes descansan acá, estuvieron caminando alguna vez allá”.




Y es que la visita a un cementerio nos inserta al mundo de quienes ya saben qué es lo que hay más allá de la vida. Los muertos son los únicos que tienen la respuesta sobre la verdadera religión: son los únicos que saben con seguridad si habrá vida eterna, si habrá reencarnación, si el purgatorio y el infierno son condiciones que se padecen en muerte o en vida. Los lugares del silencio eterno, de la reverencia al recuerdo, de miles de vidas que fueron una historia completa narrada, así como la vida propia es una historia en proceso de narración. Historias que, en el caso de un desconocido, sólo se pueden leer parcialmente a través de la disposición de un féretro, de las condiciones de una tumba, de las flores y los mensajes que lo acompañan. Historias que en el caso de un conocido, se acompañan de una biografía o de un memorial, así como lo hace Cees Nooteboom en Tumbas de poetas y pensadores. Los cementerios son lugares en que los vivos rinden respeto al legado de la humanidad misma, haya sido un legado notorio o modesto legado, conocido por la humanidad o por una única persona. Los muertos tienen las respuestas a muchas preguntas que nunca nadie les hizo en vida.


Y tú, ¿qué le preguntarías a un muerto?

Adriana.

martes, 2 de septiembre de 2014

Las pequeñas violencias de la no-violencia

Uno de los aspectos que he aprendido a dominar de a pocos en el último par de años es eso que llaman “tolerancia a la opinión diferente a la propia”. Al fin y al cabo, toda disputa ideológica la ganan los argumentos, y la persona más sensata del mundo tampoco es propietaria de la verdad absoluta de las cosas. Sin embargo, no deja de causarme curiosidad los argumentos violentos que se usan para defender causas no violentas. Aclaro de antemano que esto NO ES una generalización.

Si usted es usuario frecuente de Twitter, y sigue a uno que otro pseudo “líder de opinión” tuitera, entenderá mejor de lo que le hablaré, por la sencilla razón de que Twitter es un verdadero zoológico de opiniones con un nivel de censura relativamente bajo. Es en Twitter donde he visto a defensores del proceso de paz que estigmatizan de entrada a quien no está enteramente de acuerdo con ellos bajo el título de uribista. Esa posición muy conocida en Colombia de que si no se está con la paz, se está con la guerra. Es en Twitter donde he visto cuentas oficiales de movimientos aparentemente internacionales dedicadas al veganismo en las que hasta un vegetariano es poco menos que un asesino. Es más, en Twitter he visto posiciones feministas tan intransigentes en las que hasta tener el cabello largo es promocionar el estereotipo de mujer débil. Y eso que no he mencionado a algunos grupos cristianos.

Esta corta reflexión viene a sólo una cosa, y es que toda opinión debe ser coherente con la acción que promueve. No tiene mucho sentido defender una causa no violenta por medio de lenguaje provocador o soez. Mucho menos sentido tiene crear brechas discriminatorias alrededor de las causas no violentas. A lo mejor, abandonar la posición del ”yo gano, tu pierdes” es un primer buen paso para la construcción de paz.