lunes, 20 de julio de 2015

Del mar no se vuelve igual


En un acto de reconciliación con éste blog, llegó el turno de escribir por primera vez en este año. 

Siempre he querido comprender el por qué de mi amor obsesivo al mar. Al fin y al cabo, no soy costeña, tampoco soy de familia costeña, de chiquita el mar me robó los zapatos en una playa de Tolú y ya con más edad una pandilla de aguamalas me enloquecieron en Cartagena. Pero aún así lo amo, como si lo llevara en la sangre. No hay sensación más deliciosa que sentir el olor del mar, sentir el viento proveniente del mar, sentir el agua del mar en los pies, y tranquilizar la mente con su sonido. Del mar nunca se regresa igual.

Mira como éste personaje. 

A los ojos humanos, en la superficie, es tan sólo azul. Una gran masa de agua salada azul. Tan celoso es el mar con el humano, que no podemos ver qué hay dentro de él a simple vista sin que los ojos no queden ardientemente rojos. Hacen falta un par de gafas, un tanque de oxigeno, unas aletas y quizas un traje especial para comprender que, dentro del mar, hay todo un universo desconocido, diferente, colorido, lleno de tiernos animalitos y también de temibles especies. Así, conocer el mar es casi como conocer a una persona. Cada uno somos un universo tan diferente, tan simple y tan complejo al mismo tiempo... nos conformamos con ver el "azul" de las personas, sin darles realmente una oportunidad, porque hacerlo implica quitarse la ropa de la superficie, ponerse un traje especial, gafas, aletas, mojarse y enfrentar el miedo de entrar a una zona en que se necesita un tanque de oxigeno para respirar y sobrevivir en la aventura. Y la aventura puede dar como resultado conocer tesoros naturales de incalculable valor, invisibles al ojo común, con la mínima probabilidad de encontrar un tiburón (que asesina menos humanos al año que el mismo humano). Hoy por hoy, es más la excepción que la regla que nos pongamos la trusa para conocer a alguien, de pensar en toda la molestia que hay que recorrer, de pensar que se safe una aleta, de pensar que se acabe el oxigeno, de pensar que está lleno de pirañas (sí, sí, las pirañas son de río). 

El mar es de los pocos escenarios naturales que aún tienen la capacidad de recordarnos que tan sólo somos seres humanos en la tierra, ni más ni menos que eso. Hace poco, le escuché decir a un hombre bastante drogado que "el mar se traga a las personas". En medio de su traba, pensé que el tipo tenía bastante razón. Si bien no se traga a las personas ahora mismo, con el daño ambiental actual tan grave en unos años se las estará tragando indudablemente, Pero no voy al drama ahora mismo, sino a ésta niña.

Niña bañandose en el mar tranquila. Edad cercana a la que tenía cuando el mar me robó los zapatos.

El flotador me lleva a pensar que era una de sus primeras veces en el mar. Amé la actitud de la niña, que sin pensarlo dos veces corrió al agua, se mojó, jugó con la arena y, sin tomarse prisas, se quedó sentada allí un buen rato, sin pensar demasiado en que el mar se la pudiera tragar de forma maliciosa.

Es cierto que la edad nos enseña precisamente a perder la ingenuidad que caracteriza la infancia. ¿Qué pasaría si, nosotros adultos, nos sentamos al lado de la niña? ¿Así sea con flotador, o con un tanque de oxigeno si es necesario? ¿Qué pasa si decidimos no conformarnos con el "azul"? ¿Qué pasa si le perdemos miedo a que el mar nos trague? Admiro la capacidad de los niños de sorprenderse con nada y su hambre insaciable de conocer hasta por qué Bob Esponja tiene nariz si vive debajo del mar. Es una fuente de felicidad que los adultos, tengamos los años que tengamos, no deberíamos perder del todo: nos basta con la vida misma para los problemas.

Como dije arriba, del mar nunca se vuelve igual, y se lo agradezco. Por eso lo amo tanto. Porque de los amores irracionales tampoco se vuelve igual.