domingo, 27 de abril de 2014

¿A qué viene este blog?


No se debe preguntar el “¿por qué?” de las cosas, sino el “¿para qué?”
Ángela Jaramillo

Este proyecto del Adrianellario, a diferencia de casi todo el resto de cosas que he hecho en mi vida hasta el momento, no tiene ni objetivo general y aún menos un objetivo específico. Sin embargo, para tratar de explicar - y explicarme - la razón de ser de este blog, contaré un poco en qué momento de la vida estoy. Una fotografía escrita de lo que hay detrás de la sonrisa o una expresión seria de una de las selfies que publico en Facebook.

Cuando tenía ocho años de vida, recuerdo haberle pedido a mis papás con bastante insistencia un curioso “juguete”: un globo terráqueo, que me ha acompañado desde entonces en una mesita cerca a mi cama. Capricho cumplido, y capricho basado en una de mis pocas verdaderas manías: querer  saber dónde queda todo.  Más allá de querer tener el control espacial de todos los países y capitales del planeta tierra, hoy por hoy admito que ese globito es casi un objeto de veneración. Prueba de ello es que, alrededor del “juguete”, he ido colocando todos aquellos souvenir que han llegado a mis manos provenientes de tierras extranjeras. Objetos sencillos, a los que sólo les puedo dar un significado: son un trocito de mundo, y me hablan acerca de un trocito de ese globo.

Sin querer, ese globo ha sido uno de los principales constructores de mis sueños. De adolescente ingenua, observaba esa isla en que se encuentra ubicada Inglaterra, y localizaba esa pequeña ciudad que hospeda el que, con 14 años, era el lugar de mis sueños: la Universidad de Cambridge. Un año después, el dedo índice de mi mano derecha se adentró en Europa y llegó al norte de Italia. Seamos exactos: a Milán, hogar del equipo de futbol de mis amores, el AC Milan. Ese sentimiento de emoción de querer ver a su equipo favorito en su casa soló me lo entendería un fanático del futbol. Casi cinco años pasaron para que volviera a obsesionarme con un lugar del mundo. Ya de 21 años, Tokyo era el fondo de pantalla de mi computador personal, y del computador de la oficina en que trabajaba en ese entonces. Lafcadio Hearn, ese escritor inglés que  tanto me contó de la vida cotidiana en la Era Meiji y de las antiquísimas leyendas japonesas, tuvo bastante que ver. Más recientemente, mis ojos están puestos en otra isla (¡qué cosita con las islas!) de vida tranquila, sencilla, paisajes impresionantes, llena de oportunidades y bastante lejos de todo: Nueva Zelanda.
El problema con esos sueños, es que aún son sueños. Y aquí es donde llego al presente. Y mientras veo el globo del que tanto he hablado, escribo esto.    
                                                                              
Esos sueños que acabé de mencionar, son parte muy importante de los sueños que tengo en la vida. Después de haberme graduado, con casi dos años de experiencia laboral encima, y tratando de terminar una tesis de maestría, mi comprensión del mundo ha cambiado radicalmente respecto a la joven que entró a la Universidad en 2007 con ganas de comerse el mundo. Desde luego: bastante tiempo, estudio y personas han pasado por ahí. Pero lo que no ha pasado por ahí, es darle cumplimiento a esos sueños. Y en ese proceso he notado bastantes otras cosas. Una de las más complicadas de lidiar, y más en los tiempos que estamos (y aún más en mi profesión de economista), es la angustia de tener que ir a una oficina en un horario fijo para “ganarse la vida”. El problema no es trabajar, el problema es no ser la dueña de mi tiempo.

Ya que menciono la profesión del economista (la otra parte de los sueños que tengo en la vida, y podría dedicarle entradas completas a esto). Jamás pensé en estudiar economía con la idea de trabajar en un banco, y hoy lo sostengo con más vehemencia que nunca. Entré a esta carrera con la idea de entender el mundo, bajo el argumento de que “todos los problemas del mundo, al final, son económicos”. En el quehacer académico y laboral acumulado hasta el momento, noté que lo terrible no es descubrir que tenía bastante razón con ese argumento, sino el no tener la capacidad de acción que desearía  ante tantas injusticias económicas que hay, debido a que no soy la dueña de mi tiempo, y debo “ganarme la vida”.

Hacer un blog es tan solo una manera de hablar, de manifestar, de opinar y de poner en práctica algo que disfruto mucho hacer: escribir. Una pequeña vía de escape al “no ser dueña de mi tiempo”, “ganarme la vida”, y la ansiedad que genera la presión de terminar una tesis. Una característica de mi mente es que va bastante más rápido que mis pies; se trate del mundo real, o del bello y tortuoso mundo de la imaginación. Quizás un blog me ayude, por qué no, a no dejar escapar tanto los pensamientos. A comprenderme un poco más a través de lo que escribo, como persona. A verbalizar las comprensiones que tengo  del mundo sobre el cual escribo, compartirlas, y ¿por qué no? Discuturlas. Para eso era el globo, ¿no? Para conocer el mundo a través de él, sin haber viajado. Para eso ser economista, ¿no? Para entender el mundo y el origen de sus problemas. Y toda la vida que hay más allá, que también son sueños y aspiraciones. Pasos dados, pasos por dar.

¿Por qué un blog? Para eso no hay necesidad manifiesta.

Dice una frase que escuché por primera vez de manera consciente por allá en el 2008, de la voz de Joan Manuel Serrat y del puño de Antonio Machado, “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Desde ese entonces, y poco a poco, esa sencilla frase se convirtió en mi consigna de vida.

¿Para qué un blog? Eso es algo que el camino me ira diciendo.

Adrianella.


domingo, 20 de abril de 2014

De la muerte de García Márquez y la tolerancia política

Es posible que con la muerte de Gabriel García Márquez suceda lo mismo que con la muerte de Michael Jackson: dentro de cinco años alguien le puede preguntar a un colombiano “Donde estaba usted cuando se enteró de la muerte de García Márquez?” y de seguro más de uno le sabrá responder. O bueno, casi cinco años después yo sí me acuerdo dónde estaba cuando me enteré de la muerte de Jackson: en mi cama, recién operada.

Vayamos más allá de la anécdota, y desde ya dejo en claro que no voy a hablar de la vida y obra del Nobel. Desde el momento en que salió la noticia, llegaron los memoriales y me incluyo en esa torta: las citas en Twitter, las entradas de blog dedicadas al escritor, las personas que alabaron su obra en Facebook, quienes publicaron sus artículos más antiguos y recientes, las que lo mandaron al infierno y quienes le desearon descanso eterno. Quiero dedicar esta entrada a aquellos personajes oportunistas que se han beneficiado de la muerte del escritor, pero se la quiero dedicar aún más a las personas que se han dedicado a criticar su vida. Si tan criticables son las acciones  y la posición política de García Márquez, ¿por qué nadie dijo nada antes, mientras estaba con vida?

Estoy de acuerdo en que una persona de derecha no apoye una postura de izquierda como la del escritor y que lo manifieste en público, pero que cualquier persona le desee el infierno no es… ni siquiera ignorancia, es en realidad una evidencia de la bajísima tolerancia a la opinión diferente, punto de partida a cualquier tipo de violencia.   Cito el numeral 4 de las disculpas ofrecidas por la señora Cabal: “Sin embargo, compruebo una vez más que la libertad de expresión en el medio colombiano resulta una actividad de alto riesgo, cuando es ejercida por quienes rechazamos la promoción de regímenes que atentan contra la dignidad humana, como lo ha sido el castrismo desde hace 50 años”. Me da la impresión de que Cabal ignora las altísimas cifras de violaciones al ejercicio periodístico en este país (encabezadas por el asesinato a Jaime Garzón), y que ese “alto riesgo” también aplica para quienes defienden posiciones de izquierda “en el medio colombiano”.  Sólo me queda darle un consejo a Cabal para el ejercicio político de sus próximos cuatro años: tenga cuidado con lo que dice, usted es representante de toda una ciudad en el lugar en que se toman las decisiones de este país.

La segunda vertiente es para quienes consideran que García Márquez es un desagradecido con Colombia, que por su fama y dinero tenía la obligación moral (para ponerlo en las mismas palabras de Salud Hernández) de reconstruir Aracataca y ejercer de alcalde no nombrado. Mi humilde opinión sobre el tema es que, así García Márquez hubiera vivido en un palacio construido en la misma Aracataca,  su labor como escritor no era esa. De hecho, considero que es una posición algo provinciana: entonces Shakira, Falcao, Mariana Pajón, Sofía Vergara y cualquier persona que haga dinero y fama en el exterior está en la “obligación moral” de ayudar a su comunidad. A mí me basta con que sean representantes del buen nombre de Colombia. Sinceramente, le hace más daño a Aracataca (y al país) que se roben los impuestos para las obras públicas. Y hasta donde sé, no son los escritores quienes administran el rubro fiscal del país.

A estas alturas de la reflexión, me parece hasta hipócrita que quieran repatriar el cuerpo (o bueno, las cenizas) sin vida de García Márquez y darle sepultura acá sabiendo que nadie insistió en que su cuerpo con vida regresara al país. Pero sin duda, la muerte del escritor  deja en evidencia esa gravísima grieta existente en la cultura colombiana, sobre todo en la cultura política: ¿qué tan dispuestos estamos a tolerar a la persona que tiene una posición política diferente? Aquí es donde regreso a las disculpas de Cabal, citándola: “Soy una defensora incansable de los principios democráticos, de los derechos de los hombres y las mujeres y de la libertad de expresión”.  Y de nuevo le respondo, diciéndole que uno de los principios de la democracia es la aceptación e inclusión de todas las posiciones políticas.

Adrianella

Pd. Quien quiera consultar las cifras a las violaciones de libertad de prensa en Colombia, están disponibles en el siguiente enlace: http://flip.org.co/cifras-indicadores

Referencias:

“María Fernanda Cabal se disculpa por declaraciones contra Gabo”. Disponible  en: http://www.elespectador.com/noticias/nacional/maria-fernanda-cabal-se-disculpa-declaraciones-contra-g-articulo-487626


domingo, 13 de abril de 2014

La ética detrás de la lucha contra la pobreza

"El desarrollo es más que un número"
Amartya Sen

El rostro resignado de la anciana recicladora que camina por las calles, la mirada de resentimiento detrás del atracador de bus de servicio público, y la actitud juguetona de la niña de pies sucios que pasea por una popular tienda de zapatos, son tres de las miles de caras que tiene la pobreza. Mientras los académicos realizan rigurosas investigaciones que son insumos para potenciales políticas públicas, las fundaciones y comunidades religiosas hablan de los voluntariados de tiempo completo. Pero caer en la posición sabelotodo de la academia o en la posición de mártir del voluntario, son dos extremos que desvían completamente la discusión de la superación de la pobreza hacia reconocimientos particulares en los cuales, los últimos protagonistas, son los considerados “pobres”.

Empecemos por la academia. Difícilmente olvidaré la frase que un profesor me dijo, acto seguido de las protocolarias felicitaciones, al enterarse que mi proyecto de investigación sería financiado: “Es que ahora sólo se financian los proyectos de darle pan a los pobres”. Sin tomarme de entrada el comentario a mal, pensé en ese entonces que son esos el tipo de proyectos que se necesitan desarrollar. Sin embargo, me tomaría varios meses comprender que, para la academia en economía que habla de pobreza y desarrollo económico, lo realmente importante nunca ha sido darle pan a los pobres, sino demostrar sofisticada y convincentemente que la pobreza existe. Más desconcertante es hacer seguimiento a qué pasa una vez se tiene certeza de este “novedoso” hallazgo, pues para demostrar la efectividad de un programa antipobreza, una mitad aleatoriamente escogida de una población catalogada como pobre, debe permanecer pobre. A esto se le dedican millones de dólares.

Saltemos al otro extremo, al voluntario que deja su casa para ayudar a la población vulnerable por meses e incluso años a cambio de nada. O al menos, a cambio de nada material. Como voluntaria ocasional, siempre me he enfrentado a la contradicción entre la sensación personal de altruismo desinteresado, y la desazón que provoca ver que regalar comida o ropa es como darle un dolex a quien se sabe que necesita quimioterapia. Todos tenemos nuestros motivos para ser voluntarios, o al menos para querer serlo de manera comprometida. Para algunos, ser voluntario es la manera de retribuirle a la sociedad su condición económica semi o completamente privilegiada. Para otros, es una oportunidad de vanagloria personal a expensas del “hice algo por los demás”. Para otros, una excelente referencia en la hoja de vida. Pero la gota que rebosó mi vaso fue encontrar agencias internacionales en las que no sólo se debe pagar una millonada digna de un tour por África para poder ser voluntario, sino que el voluntariado es precisamente eso: un tour por África, que promete “cambiar tu vida”. Vas unas semanas a una comunidad, los observas, trabajas en lo que te digan, y la última semana es de safari. Bajo este esquema, la pobreza es un negociazo que no conviene eliminar, el negocio del turismo altruista.

Como todo empleo existente, trabajar por la superación de la pobreza debe tener su debido salario. Pero de ahí, a volver la pobreza una fuente de lucro o de reconocimiento personal, hay una gran distancia. Planteo este debate sin una solución en las manos, pero claramente convencida de que hay que actuar. Y considero que dejar de tratar a las personas en situación de pobreza como una subespecie humana es un gran comienzo.


Adrianella.

domingo, 6 de abril de 2014

Caquetá: un territorio por descubrir

Caquetá: un territorio por descubrir

“Es cuestión de ir con los ojos abiertos, y se ve de todo”.
Fellini, el gato de Enriqueta (Ricardo Siri Liniers)

Como buena colombiana residente en la ciudad, la violencia del conflicto armado ha llegado a mis ojos, en su mayoría, por medio de los noticieros, o por los titulares noticiosos de El Tiempo, que nunca ha dejado su costumbre de llegar impreso todos los días a casa. Violencia que no cambia de formato aún hoy, pero que sí ha cambiado de actores en el tiempo.

De chica, me impactó mucho la noticia de la señora Ana Elvia Cortés y ese angustiante (y exitoso) experimento de asesinato por medio de un collar-bomba que le fue puesto, y que ni ella ni el señor de la Dijin que la socorría pudieron retirarle del cuello, no sin ambos haber muerto en el intento. En mi mente asociativa, no puedo desligar ese hecho con el departamento del Caquetá (aun cuando este episodio fue en Boyacá). Desde ese entonces, el nombre “San Vicente del Caguán” se incrustó en mi memoria, aunque para todos los colombianos ya estaba más que incrustado. Para la Adriana de 10 años que no tenía noción de las implicaciones políticas de lo ocurrido en este municipio, San Vicente del Caguán era un lugar curioso, selvático, violentísimo, el lugar en que la guerrilla podía hacer lo que quisiera, quizás cosas peores que colocar un collar-bomba y de secuestrar a mansalva. Igual era mi percepción del Departamento del Caquetá, “la tierra que tuvo la desdicha de tener a San Vicente en su territorio”.

El tiempo pasó, y tuve la oportunidad de reconectarme con el país ya de joven adulta, gracias a una oportunidad laboral. De reconocer ese territorio cálido y frio, de llanuras y montañas, como país que define mi identidad. De estrechar un poco ese vínculo de pertenencia hacia lo regional, hacia todo lo que está más allá de los ladrillos del Distrito Capital y las principales ciudades. En ese proceso, la admiración hacia las personas que no les da miedo ponerse botas pantaneras y se van a las regiones lejanas a la ciudad a construir país, se acrecentó a pasos agigantados. Las personas que se enfrentan al riesgo de un secuestro, de un asesinato, a caminar los mismos senderos de la guerrilla, por trabajar honradamente en una labor que construye país. En ese proceso, Caquetá resurgió en mi memoria con una percepción algo transformada: la reconocí de reojo como una tierra desconocida, olvidada, a la que nadie se atreve a ir, la tierra que lleva el lastre de la violencia y del recuerdo del fallido proceso de paz de San Vicente del Caguán. Se presentó la oportunidad de conocerla, y sin dudarlo fui.

Llegué a Florencia, después de un viaje particularmente largo en bus. No tenía demasiadas expectativas, porque no sabía muy bien qué iba a encontrar allá. Pero al despertar al día siguiente, entre el calor húmedo y las verdes y bajas montañas alrededor de la ciudad, me recordaron de inmediato que estaba en un lugar desconocido, que debía abrir los ojos de principiante. Quizás por eso, mi gran característica durante esos días fue el silencio.

Bajo esos ojos de principiante, empecé a caminar las calles de Florencia y los senderos cercanos a ella. Los caminos de Morelia, La Montañita, de Belén de Andaquíes. Las calles de San José de Fragua y Puerto Curillo. Una tierra muy quebrada, de picos de clima templado y hermosa vista a la llanura Amazónica. Recorridos en medio de montañas en los que la cantidad y verdor de árboles simulan muchos brócolis juntos. El aire más limpio que he respirado, los caminos de hormigas más disciplinados que he visto. En senderos así es que los sentidos de la vista y el oído se agudizan: un sencillo mover de hojas puede ser la antesala a la observación de chimpancés que tienen la fortuna de ser libres. Un paso mal dado  puede ser la  pisadura de una serpiente, o una lesión en un tobillo.

Los ríos: el agua es el alma de la tierra caqueteña. El muy amplio Río Caquetá en los límites con Putumayo, el veraniego Río Bodoquero protagonista del Festival de Verano de Morelia, el navegable Río Orteguaza que, sin saber por qué, me recordó el Río Magdalena. Pero ese tranquilo encanto del agua caqueteña no se encuentra en estos imponentes ríos, sino en los pequeños riachuelos y los y pozos incrustados en los senderos recorridos, en las altas y abundantes cascadas que, el sólo oírlas, renueva la energía que la rutina y la ciudad roba de a pocos. La sensación de nadar tranquilamente boca arriba en agua templada con los ojos cerrados, y ser el protagonista en carne y hueso de ese espectáculo que es reabrirlos y ver el cielo azul bordeado de árboles, es la sensación más cercana que he tenido a una verdadera meditación.

El colombiano promedio es una persona muy amable, y el caqueteño no es la excepción. Sin embargo, la más grande particularidad que noté en este departamento es la carencia de una identidad propiamente caqueteña, muy a diferencia de sus vecinos los huilenses. En el ejercicio de establecer al caqueteño en un patrón cultural, lo que realmente noté es que Caquetá se compone de gente predominantemente migrante. Son los huilenses, los tolimenses e incluso los paisas quienes vieron en este departamento la oportunidad de establecer sus negocios y, por ende, el caqueteño de nacimiento es predominantemente joven. Pero ninguno de ellos es ajeno al conflicto armado. Todos te cuentan un tramo de la historia, el tramo del que fueron testigos vivenciales: la extorsión, el asesinato, las tomas guerrilleras. ¿Es la violencia ya parte del pasado en Caquetá? Esa es una respuesta que no me atrevo a dar, pues si bien la mayor parte del tiempo me sentí segura, hay una fuerte presencia del Ejército Nacional difícil de ignorar. Pero lo que sí es cierto, es que aún a pesar de ese lastre, no conocí la primera persona que manifestara la intención de abandonar el departamento. Muy por el contrario, ven con muy buenos ojos el creciente flujo turístico que atrae el departamento.

Un jugo de arazá, fruta tradicionalmente caqueteña, fue la despedida de este departamento la noche previa al regreso a Bogotá, una semana después de mi llegada. Fue una grata manera de empezar a perderle el miedo a mi propio país, y de empezar a reconocerme más en él como colombiana que soy. Una experiencia energéticamente renovadora, y tan sólo fue una probadita de lo que tiene que ofrecer un territorio tan grande. El punto de partida a los retos que transcurren en este 2014 que ya va por su cuarto mes.  Un territorio al que quiero volver, aun cuando no hay una fecha establecida para eso. Pero cuando vuelva será a San Vicente del Caguán, tierra que para los caqueteños es la más hermosa de su departamento.


Adrianella.