No se debe preguntar el
“¿por qué?” de las cosas, sino el “¿para qué?”
Ángela Jaramillo
Este proyecto del Adrianellario,
a diferencia de casi todo el resto de cosas que he hecho en mi vida hasta el
momento, no tiene ni objetivo general y aún menos un objetivo específico. Sin
embargo, para tratar de explicar - y explicarme - la razón de ser de este blog,
contaré un poco en qué momento de la vida estoy. Una fotografía escrita de lo
que hay detrás de la sonrisa o una expresión seria de una de las selfies que
publico en Facebook.
Cuando tenía ocho años de vida, recuerdo
haberle pedido a mis papás con bastante insistencia un curioso “juguete”: un
globo terráqueo, que me ha acompañado desde entonces en una mesita cerca a mi
cama. Capricho cumplido, y capricho basado en una de mis pocas verdaderas
manías: querer saber dónde queda todo. Más allá de querer tener el control espacial
de todos los países y capitales del planeta tierra, hoy por hoy admito que ese
globito es casi un objeto de veneración. Prueba de ello es que, alrededor del “juguete”,
he ido colocando todos aquellos souvenir
que han llegado a mis manos provenientes de tierras extranjeras. Objetos
sencillos, a los que sólo les puedo dar un significado: son un trocito de
mundo, y me hablan acerca de un trocito de ese globo.
Sin querer, ese globo ha sido uno
de los principales constructores de mis sueños. De adolescente ingenua,
observaba esa isla en que se encuentra ubicada Inglaterra, y localizaba esa
pequeña ciudad que hospeda el que, con 14 años, era el lugar de mis sueños: la
Universidad de Cambridge. Un año después, el dedo índice de mi mano derecha se
adentró en Europa y llegó al norte de Italia. Seamos exactos: a Milán, hogar
del equipo de futbol de mis amores, el AC Milan. Ese sentimiento de emoción de
querer ver a su equipo favorito en su casa soló me lo entendería un fanático
del futbol. Casi cinco años pasaron para que volviera a obsesionarme con un
lugar del mundo. Ya de 21 años, Tokyo era el fondo de pantalla de mi computador
personal, y del computador de la oficina en que trabajaba en ese entonces. Lafcadio
Hearn, ese escritor inglés que tanto me
contó de la vida cotidiana en la Era Meiji y de las antiquísimas leyendas japonesas,
tuvo bastante que ver. Más recientemente, mis ojos están puestos en otra isla (¡qué
cosita con las islas!) de vida tranquila, sencilla, paisajes impresionantes, llena
de oportunidades y bastante lejos de todo: Nueva Zelanda.
El problema
con esos sueños, es que aún son sueños. Y aquí es donde llego al presente. Y mientras
veo el globo del que tanto he hablado, escribo esto.
Esos sueños que acabé de
mencionar, son parte muy importante de los sueños que tengo en la vida. Después
de haberme graduado, con casi dos años de experiencia laboral encima, y tratando
de terminar una tesis de maestría, mi comprensión del mundo ha cambiado
radicalmente respecto a la joven que entró a la Universidad en 2007 con ganas
de comerse el mundo. Desde luego: bastante tiempo, estudio y personas han
pasado por ahí. Pero lo que no ha pasado por ahí, es darle cumplimiento a esos
sueños. Y en ese proceso he notado bastantes otras cosas. Una de las más
complicadas de lidiar, y más en los tiempos que estamos (y aún más en mi
profesión de economista), es la angustia de tener que ir a una oficina en un horario
fijo para “ganarse la vida”. El problema no es trabajar, el problema es no ser la dueña de mi tiempo.
Ya que menciono la profesión del
economista (la otra parte de los sueños que tengo en la vida, y podría dedicarle entradas completas a esto). Jamás pensé en
estudiar economía con la idea de trabajar en un banco, y hoy lo sostengo con
más vehemencia que nunca. Entré a esta carrera con la idea de entender el mundo,
bajo el argumento de que “todos los problemas del mundo, al final, son
económicos”. En el quehacer académico y laboral acumulado hasta el momento,
noté que lo terrible no es descubrir que tenía bastante razón con ese argumento,
sino el no tener la capacidad de acción que desearía ante tantas injusticias económicas que hay,
debido a que no soy la dueña de mi tiempo, y debo “ganarme la vida”.
Hacer un blog es tan solo una
manera de hablar, de manifestar, de opinar y de poner en práctica algo que
disfruto mucho hacer: escribir. Una pequeña vía de escape al “no ser dueña de
mi tiempo”, “ganarme la vida”, y la ansiedad que genera la presión de terminar
una tesis. Una característica de mi mente es que va bastante más rápido que mis
pies; se trate del mundo real, o del bello y tortuoso mundo de la imaginación. Quizás
un blog me ayude, por qué no, a no dejar escapar tanto los pensamientos. A
comprenderme un poco más a través de lo que escribo, como persona. A verbalizar
las comprensiones que tengo del mundo
sobre el cual escribo, compartirlas, y ¿por qué no? Discuturlas. Para eso era el globo, ¿no? Para conocer el mundo a
través de él, sin haber viajado. Para eso ser economista, ¿no? Para entender el
mundo y el origen de sus problemas. Y toda la vida que hay más allá, que
también son sueños y aspiraciones. Pasos dados, pasos por dar.
¿Por qué un blog? Para eso no hay
necesidad manifiesta.
Dice una frase que escuché por
primera vez de manera consciente por allá en el 2008, de la voz de Joan Manuel
Serrat y del puño de Antonio Machado, “Caminante no hay camino, se hace camino
al andar”. Desde ese entonces, y poco a poco, esa sencilla frase se convirtió
en mi consigna de vida.
¿Para qué un blog? Eso es algo que el camino me ira diciendo.
Adrianella.