sábado, 25 de octubre de 2014

Pensamientos de un regreso a casa

Eran las 9 de la noche. Una de las tantas noches agotadoras que cargaba a sus espaldas desde hacia meses. Una noche como cualquiera de las anteriores, en que el sencillo deseo de llegar a casa, comer algo y recostarse en cama se apoderaba de su mente. Mientras una ciudad afuera del bus rojo se debatía entre el mejor plan para pasar el viernes en la noche junto a amigos, familia y pareja, ella solo quería abandonar ese bus en su estación. Su estación.

No deseaba el ruido, pero quería hablar. Sus bostezos eran continuos e irreprimibles. Pensaba en que debía ir con cuidado, porque no quería que la robaran. Pensaba en los meses que aun le quedaban por delante: las madrugadas de pijama, cafeína y estudio, las mañanas y tardes de mucha cafeína frente a un computador, los atardeceres de intolerancia de una ciudad cansada y camino a casa, las noches agotadoras de lectura y lentes, los fines de semana de biblioteca. Aun quedaban meses para que eso acabara, y en ese momento creyó que no lo soportaría. Quería su tiempo de regreso.

Pero aun inmersa en ese universo de pensamientos, lo vio. En medio de una avenida en movimiento, bajo un semáforo que recién cambiaba a verde, un señor delgado y cansado lloraba con amargura. Lloraba arrodillado, con incredulidad. Lloraba mientras sostenía una bandeja roja que veinte segundos antes cargaba varios vasos desechables, todos rellenos con arroz con leche. Lloraba al lado de la enorme masa blanca que quedó esparcida sobre la avenida. Lloraba mientras los indiferentes automóviles pasaban rápido por su lado, cuidando de no detenerse.

Allá, afuera del bus rojo, había otra fracción de la ciudad que no se debatía por una buena fiesta, una buena conversación o un buen arrunche. Se acabaron en su cabeza de inmediato los pensamientos de autoabatimiento, para para pasar a observar a la gente que tenía a su lado. Celulares, musica, miradas perdidas, pocas conversaciones habladas, muchas conversaciones de letras, abrigos, bufandas, bostezos. Gente cansada que solo quería llegar a su destino. "Y si las puertas de este bus se abrieran acá, te bajarías a ayudarlo?". Su respuesta mental la aterró.

El bus se mueve de nuevo, y el señor se pierde de vista. Ella lo vio, pero el no la vio a ella. Eso fue todo lo que se pudieron conocer: ese instante de empatía anónima e imprevista. Ese instante en que los pequeños privilegios cotidianos adquieren un carácter mal agradecido.  Ese instante de infracturables barreras sociales construidas de indiferencia.

El bus se mueve un rato, hasta que ella llega a la estación, su estación. Camina. Escucha musica. Se permite sentir el frío en sus mejillas. Lleva al señor delgado y cansado en su cabeza. Sus ojos miran al suelo del puente y no al horizonte de la avenida como suele hacer en tiempos de mayor optimismo. Camina. Observa la calle, y cruza al no ver carros. Camina. Observa a su alrededor, no ve a nadie, y abre la puerta de su casa con mayor confianza. Bosteza. Descarga la maleta. No hay nadie en casa. Come algo, lo primero que encuentra. Sube a su cuarto, se coloca su pijama y entra a su cama. Silencio. Piensa de nuevo en la escena del arroz con leche. Se comenta en voz alta, con la plena confianza de que nadie la esta escuchando:

"La perfección es demasiado arrogante".

Adriana

sábado, 4 de octubre de 2014

Historias de un cementerio

Recuerdo muy claramente el día del entierro de mi abuelo, con escasos seis años de edad. Observaba los hechos a la altura de la cintura de la mayoría de personas presentes allí, alrededor de unas escaleras de madera, por medio del cual entraban el ataúd de mi abuelo a una bóveda. Observaba los hechos con la curiosidad de quien entiende que nunca más verá a su abuelo, pero que igualmente entiende que allí era donde debía estar, y que allí estaría de ahora en adelante. De quien entiende que la muerte le duele más a quienes quedan en vida.

Después, pero aún de niña, cuando íbamos a visitar su tumba, mi costumbre era imaginar el tipo de experiencias que podría haber compartido con mi abuelo, si aún hubiera estado con vida. No era un pensamiento nostálgico, todo lo contrario: era un pensamiento lleno de curiosidad. Para ese entonces, las tumbas de soldados caídos por el conflicto armado empezaron a proliferar en el cementerio. Eran las más fáciles de reconocer, porque siempre tenían la foto tipo documento de un joven uniformado en el centro, y porque siempre permanecían con flores frescas. Con el paso del tiempo, también empecé a visitarlos a ellos. Duraba mucho tiempo observando sus fotos, en un ejercicio de lenta comprensión del por qué esos rostros tan jóvenes ya se encontraban enterrados, del por qué sus epitafios decían “recuerdo de tus padres y hermanos”, y no decían “recuerdo de tus hijos y nietos”.  Pero no imaginaba sus muertes, en realidad imaginaba sus vidas.


El Cementerio Municipal nunca dejará de ser mi sitio favorito de Gachetá, población que está cada vez más rezagado en el olvido y en la ignorancia misma de su existencia, pero que se encuentra a dos demoradas horas al oriente de Bogotá. Pero el cementerio es mucho más amplio que las bóvedas en que se encontraba mi abuelo y los soldados. Es más, la imponencia del cementerio de Gachetá está desde su entrada, y la famosa roca en que se encontraba enterrada una niña de nombre inglés, tumba que databa de la década de 1930. Algunos pasos después, a mano izquierda, se ubica la que (en mi concepto) es la zona más majestuosa del cementerio: un pequeño enclave rocoso lleno de bóvedas construidas de forma muy irregular, de escaleras llenas de musgo surgidas a partir de la misma roca, y con un Jesucristo en medio del enclave. Imponente, y una vez adentro, un poco intimidante. Allí se encuentran los muertos más antiguos del cementerio, entre ellos, el bisabuelo que nunca conocí.


A tres minutos de caminata desde el enclave, está la pequeña capilla que demilita el centro del cementerio en cuatro zonas. Cuatro pequeños potreros sobrepoblados de muertos, de cruces erigidas sin ley ni orden. Detrás de la capilla, y caminando hacia la derecha, el pino alto y muy delgado indica la tumba de mi abuela, enterrada allí una tarde muy soleada del febrero de mis quince años. Un día en que de nuevo comprendí que la muerte le duele más a los vivos. Desde allí, se ve el pueblo y las montañas que lo bordean, se escucha el río que da el nombre al pueblo, se hace claro el olor a tierra húmeda del cementerio. Y es inevitable pensar: “todos quienes descansan acá, estuvieron caminando alguna vez allá”.




Y es que la visita a un cementerio nos inserta al mundo de quienes ya saben qué es lo que hay más allá de la vida. Los muertos son los únicos que tienen la respuesta sobre la verdadera religión: son los únicos que saben con seguridad si habrá vida eterna, si habrá reencarnación, si el purgatorio y el infierno son condiciones que se padecen en muerte o en vida. Los lugares del silencio eterno, de la reverencia al recuerdo, de miles de vidas que fueron una historia completa narrada, así como la vida propia es una historia en proceso de narración. Historias que, en el caso de un desconocido, sólo se pueden leer parcialmente a través de la disposición de un féretro, de las condiciones de una tumba, de las flores y los mensajes que lo acompañan. Historias que en el caso de un conocido, se acompañan de una biografía o de un memorial, así como lo hace Cees Nooteboom en Tumbas de poetas y pensadores. Los cementerios son lugares en que los vivos rinden respeto al legado de la humanidad misma, haya sido un legado notorio o modesto legado, conocido por la humanidad o por una única persona. Los muertos tienen las respuestas a muchas preguntas que nunca nadie les hizo en vida.


Y tú, ¿qué le preguntarías a un muerto?

Adriana.