Recuerdo muy claramente el día del
entierro de mi abuelo, con escasos seis años de edad. Observaba los hechos a la
altura de la cintura de la mayoría de personas presentes allí, alrededor de
unas escaleras de madera, por medio del cual entraban el ataúd de mi abuelo a
una bóveda. Observaba los hechos con la curiosidad de quien entiende que nunca
más verá a su abuelo, pero que igualmente entiende que allí era donde debía
estar, y que allí estaría de ahora en adelante. De quien entiende que la muerte
le duele más a quienes quedan en vida.
Después, pero aún de niña, cuando
íbamos a visitar su tumba, mi costumbre era imaginar el tipo de experiencias
que podría haber compartido con mi abuelo, si aún hubiera estado con vida. No
era un pensamiento nostálgico, todo lo contrario: era un pensamiento lleno de
curiosidad. Para ese entonces, las tumbas de soldados caídos por el conflicto
armado empezaron a proliferar en el cementerio. Eran las más fáciles de
reconocer, porque siempre tenían la foto tipo documento de un joven uniformado
en el centro, y porque siempre permanecían con flores frescas. Con el paso del
tiempo, también empecé a visitarlos a ellos. Duraba mucho tiempo observando sus
fotos, en un ejercicio de lenta comprensión del por qué esos rostros tan
jóvenes ya se encontraban enterrados, del por qué sus epitafios decían “recuerdo
de tus padres y hermanos”, y no decían “recuerdo de tus hijos y nietos”. Pero no imaginaba sus muertes, en realidad
imaginaba sus vidas.
El Cementerio Municipal nunca dejará
de ser mi sitio favorito de Gachetá, población que está cada vez más rezagado
en el olvido y en la ignorancia misma de su existencia, pero que se encuentra a
dos demoradas horas al oriente de Bogotá. Pero el cementerio es mucho más amplio
que las bóvedas en que se encontraba mi abuelo y los soldados. Es más, la
imponencia del cementerio de Gachetá está desde su entrada, y la famosa roca en
que se encontraba enterrada una niña de nombre inglés, tumba que databa de la
década de 1930. Algunos pasos después, a mano izquierda, se ubica la que (en mi
concepto) es la zona más majestuosa del cementerio: un pequeño enclave rocoso lleno
de bóvedas construidas de forma muy irregular, de escaleras llenas de musgo
surgidas a partir de la misma roca, y con un Jesucristo en medio del enclave.
Imponente, y una vez adentro, un poco intimidante. Allí se encuentran los
muertos más antiguos del cementerio, entre ellos, el bisabuelo que nunca conocí.
A tres minutos de caminata desde
el enclave, está la pequeña capilla que demilita el centro del cementerio en
cuatro zonas. Cuatro pequeños potreros sobrepoblados de muertos, de cruces erigidas
sin ley ni orden. Detrás de la capilla, y caminando hacia la derecha, el pino
alto y muy delgado indica la tumba de mi abuela, enterrada allí una tarde muy
soleada del febrero de mis quince años. Un día en que de nuevo comprendí que la
muerte le duele más a los vivos. Desde allí, se ve el pueblo y las montañas que
lo bordean, se escucha el río que da el nombre al pueblo, se hace claro el olor
a tierra húmeda del cementerio. Y es inevitable pensar: “todos quienes
descansan acá, estuvieron caminando alguna vez allá”.
Y es que la visita a un
cementerio nos inserta al mundo de quienes ya saben qué es lo que hay más allá
de la vida. Los muertos son los únicos que tienen la respuesta sobre la
verdadera religión: son los únicos que saben con seguridad si habrá vida
eterna, si habrá reencarnación, si el purgatorio y el infierno son condiciones
que se padecen en muerte o en vida. Los lugares del silencio eterno, de la
reverencia al recuerdo, de miles de vidas que fueron una historia completa
narrada, así como la vida propia es una historia en proceso de narración. Historias
que, en el caso de un desconocido, sólo se pueden leer parcialmente a través de
la disposición de un féretro, de las condiciones de una tumba, de las flores y
los mensajes que lo acompañan. Historias que
en el caso de un conocido, se acompañan de una biografía o de un memorial, así
como lo hace Cees Nooteboom en Tumbas de
poetas y pensadores. Los cementerios son lugares en que los vivos rinden
respeto al legado de la humanidad misma, haya sido un legado notorio o modesto
legado, conocido por la humanidad o por una única persona. Los muertos tienen
las respuestas a muchas preguntas que nunca nadie les hizo en vida.
Y tú, ¿qué le preguntarías a un
muerto?
Adriana.
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