viernes, 8 de agosto de 2014

De calles y vida: lo que tiene que contar Gabriel Lisboa

Fue para la época de la presidencia de Alejandro Toledo cuando mis padres y mi hermano tuvieron el privilegio (al fin y al cabo viajar siempre es un privilegio, ¿no es así?) de pisar las calles de Lima. Y fue a partir de su relato, que creé una imagen mental de la capital peruana como una ciudad con fuertes contrastes sociales, quizás más fuertes que los de la misma Bogotá. Sin embargo, por varios días me sentí caminando las mismas calles y los mismos barrios que mis padres y mi hermano caminaron en ese entonces, gracias a un libro que llegó a mis manos en la última feria del libro, y del cual no había escuchado absolutamente nada antes de adquirirlo: Contarlo todo, de Jeremías Gamboa. Y les soy sincera: la Lima que describe Gabriel Lisboa (el narrador de la novela) es increíblemente similar a esa imagen limeña prescrita en mi cabeza, y que cronológicamente coinciden.

Creo que eso fue lo que me enamoró del libro, más que cualquier otra cosa: su capacidad narrativa de hacer sentir al lector no como visitante, sino como residente, de una ciudad propietaria de un bello malecón en un barrio llamado Miraflores, una Universidad de Lima que por momentos asocié con la universidad en la que estudié, los bares y vida nocturna de un sector llamado Barranco, el movimiento y pluralidad del centro histórico de Lima, y la distancia del barrio Santa Anita con el resto de la ciudad y de lo que él, Gabriel, quería para su propia vida.

De hecho, Lisboa inicia el texto marcando una posición de rechazo abierto a lo que había sido su vida luchada en el barrio Santa Anita, y que usa como su principal arma para autojustificar su constante sentimiento de estar en un lugar inadecuado, equivocado, desubicado. A tal punto lo desborda el rechazo a su origen, que decide construir una nueva vida en Miraflores en cuanto los recursos se lo permiten, una vida diametralmente opuesta a la vida en la que creció. Sin embargo, uno de los procesos más hermosos que se desarrollan en el libro es esa capacidad de resiliencia del protagonista con su pasado: si bien los hechos obligan a Lisboa a regresar al Santa Anita, en ésta segunda ocasión él se encuentra en la capacidad de mostrarle su pasado y su presente a personas ajenas al núcleo familiar que lo vio crecer. Incluso a admitir que mucho de lo que él es, se debía al Santa Anita.

El libro en sí es un retrato de vida, ¿y que no es la vida sino un conflicto de sentimientos constantemente yuxtapuestos? ¿De eventos aparentemente triviales, pero que al final son cruciales? No es complicado sentir empatía con los constantes encantos y desencantos del diario vivir de Lisboa, de los trozos de vida que se comparten con otras personas, y de sentir como propio el sentimiento de llegar a la cúspide de todo lo soñado para notar que, sencillamente,  el sueño logrado se desdibujó en distracciones efímeras de falso éxito, un falso éxito difícil de admitir y aún más difícil de abandonar. Así mismo es un relato de la constancia, de lo que me gusta llamar “hacer camino al andar”: la construcción de un camino de vida que, sin ser conscientes de ello,  es construido con los pasos que debemos recorrer antes de encontrarnos de frente con la plenitud del deber cumplido y de las aspiraciones realizadas. Esa moción tan íntima de cada persona, la que Lisboa llama “madurez”.

Es en últimas una invitación la que hace Lisboa, a partir de su experiencia personal. Una invitación a vivir, y a darle un enorme valor y sentido a la amistad. A darse la oportunidad de vivir la vida que uno quiere vivir. A disfrutar las pequeñas victorias y lecciones en las que humildad y orgullo se licúan en el mismo vaso. A seguir los caminos que haya que seguir, aunque a veces retroceder sea parte del camino. Una invitación a sentarse junto a Gabriel Lisboa a contemplar el océano en una tarde de Miraflores, con un documento en Word vacío al frente, y la única finalidad de construir una historia digna de contar. Lo que Lisboa no sabía, y quizás yo tampoco lo sepa con certeza mientras escribo esto, es que todas las historias son dignas de contar, incluida la que uno mismo tiene que contar.

Adrianella